A NUESTROS COLEGAS, A NUESTROS COTERRÁNEOS
El momento actual,
para la Medicina es de suma transcendencia. Rompiendo con la rutina, a mediados
del pasado siglo, creció por el método experimental con lozanía; y hoy, merced a su avance, se muestra como la guiadora suprema de los pueblos. Buscando el origen
de los males orgánicos, ha debido ocuparse en los sociales, y ha visto al
hombre, no sólo condicionado por el medio físico, sino por el medio social en
el cual vive. Es más: a medida que la Humanidad progresa, este se manifiesta
con mayor influjo; en la inmensa mayoría de casos, si los factores morbosos
obran, es porque los sociales les favorecen. Siempre pendiente de ellos en el
mundo, el hombre pende ya de ellos al comenzar su vida. Nacido de la tierra, es a un tiempo hijo de la sociedad en que brota; es polvo, pero influido por los
efluvios de la Historia. En sus detalles, en su carácter, en su fuego vivífico,
hay el rescoldo, el centelleo do las generaciones innúmeras que fueron; hay la
resonancia de sus luchas, de sus deleites y tristezas; en su vida se percibe el
eco perdurable de los muertos.
No nacen los hombres al acaso, sino
con la marca de quienes los formaron. No viven los hombres a la ventura, sino
moldeados por quienes les rodean. Heredan y les amoldan, y se adaptan o perecen, y, aunque adaptados, sucumben a las veces, porque el mismo molde les
amala, ¡Cuántos de los enfermos que asistimos son sólo víctimas de sus
ascendientes! Víctimas de sus vicios, de sus pasiones y extravíos; pero estos
¿qué fueron sino reflejo de los extravíos y dislates do su tiempo? Los hijos
son epilépticos, los padres fueron alcohólicos; pero la culpa es de la sociedad
madrastra que les llevó al embrutecimiento. Los tiernos infantes, los rosados
capullos, cuya gracia roe la infección paterna, ¿qué son sino la secuela de una
sociedad ignorante y corrompida? Los jóvenes que, presa del tifus, se agostan
en tristes lechos, ¿no nos dicen la vergüenza de una civilización imprevisora y
sucia? Los flacos, los enclenques; los pobres cuerpos trocados en pasto de
gérmenes tuberculosos, toda esa pobre humanidad maltrecha, cada día más mustia
y decaída, ¿no evidencian el horror de talleres y casas, de trabajos y
escuelas, de salarios y vicios: de toda la trama de la sociedad nuestra?
Es toda la sociedad la que así se
ofrece como objeto de la Medicina. Saliendo de nuestros gabinetes, hemos de
ahondar en sus entrañas, hemos de llegar hasta su propia esencia y purificarla
implacablemente.
Hubo una Medicina sacerdotal en
remotos tiempos; fuimos luego simples prácticos; hoy, pujantes, continuamos,
sublimándola, la labor de aquellas época. De nuevo encaminamos a los pueblos;
de nuevo regulamos su existencia; de nuevo formulamos las bases de una
actuación favorecedora de la vida y hasta de una moral que la enaltezca, como
expresión de su excelsitud y de su belleza.
Cuando así se labora en todo el
mundo, fuera criminal que no cooperásemos a la gran obra redentora. Hemos de
salir de la modorra en que vivimos y luchar por ella públicamente donde quiera
que precise. Por circunstancias diversas, quizá por culpa de todos, domina,
desde algunos años, un espíritu farisaico en varias de nuestras Corporaciones
médicas. Impasibles ante los infortunios de la sociedad, sólo salen de su
inercia para discutir minucias profesionales. Bien dice algún Reglamento que
los médicos, «aprovechando todas las ocasiones que se les presenten en el
ejercicio de su profesión, ya por medio de apostolados orales ó escritos,
inculquen a todas las clases de la sociedad la eficacia de la Medicina y de la
Higiene, combatiendo toda clase de preocupaciones perjudiciales, y ayuden a
favorecer y desarrollar la cultura de las clases inferiores...»; pero quienes
esto imprimen no cuidan de practicarlo; obcecados por personalismos, ni
efectúan apostolados sociales, ni comprenden á quienes los realizan.
Por la propia dignidad, por la
dignidad patria, por la misma nobleza de nuestro sacerdocio, hemos de acabar
con un estado que nos llevaría al anonadamiento. Con plena conciencia de
nuestro ministerio cumplamos con él. Estudiemos las condiciones sociales;
inquiramos como médicos sus defectos; busquemos la manera de enmendarlos;
divulguemos los preceptos sanitarios, y demostremos sin tregua la eximia bondad
de nuestra ciencia como soberana consejera de los hombres. Hemos sido por
demasiado tiempo simples seguidores de sus dolencias; prevengámoslas; seamos,
ante ellos, alegradores augures de salud magnífica.
Fundamos con este objeto el Instituto
Médico-Social de Cataluña. Su fin es «el estudio y perfeccionamiento de la
Medicina y de las condiciones sociales relacionadas con ella». Confiamos en que
nuestros colegas se asociarán gustosamente a nuestra obra; a ella les
invitamos, y al propio tiempo a cuantos, sin ser médicos, quieran ayudarnos con
leal esfuerzo.
Seamos sacerdotes de la Vida; luchemos contra cuanto la mancille o aminore: el derecho a la Vida es el primero de todos los derechos.
Barcelona, 15 de noviembre de 1910.
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