UNA RESURRECCIÓN EN PARÍS
A Eugenio d'Ors
¿Vosotros creéis que, cuando los muertos son cadáveres para
nosotros, son cadáveres también para
ellos mismos? No hablo aquí de la muerte aparente: hablo de la muerte
controlada, de la muerte científica, de la carne que se pudre sin remedio, de
la carne que no respira ni vive; de los ojos impasibles y de los corazones
parados para siempre. La muerte de la papeleta de defunción del médico, la
muerte realidad y no simulacro. Así pues, ¿os parece que cuando un hombre es
cadáver para nosotros, los de fuera, es también cadáver visto desde
dentro? Considerad que os hablo exactamente de un «dentro» al que no
llegaréis ni con el escalpelo ni con el microscopio: pues con el escalpelo y el
microscopio seguiréis encontrando la muerte, ¡siempre la muerte!... El hecho que
me empuja a hacer estas reflexiones, estas preguntas a las que —oh, no os equivoquéis—
sé de sobras que no se contestará nunca, vosotros mismos lo podréis juzgar
ahora. Por mi parte, dejaré hablar a la Verdad. Puedo contar estas cosas breve
y tranquilamente, puesto que ya hace más de tres años que las vi. Superada la emoción,
ahora solo tengo el deseo de una explicación: vano deseo, loco deseo...
Las piernas laceradas surgían lastimosas entre las desgarradas ropas de
hospital... Aquel desdichado Monsieur Paul lanzó una última mirada destellante al
cielo de noviembre y murió un atardecer en medio de una de aquellas tormentas
de miseria y dolores… Aquella pequeña tragedia —¡una más!— quedó
convenientemente envuelta toda la noche, todas las horas de la fría noche de
noviembre, en una mortaja que ninguna mano tocó hasta la llegada del gran
Raymond. El gran Raymond —permitidme afirmarlo— es el prestigio más sólido de
la Salpêtrière. Debo hacerle justicia. A su lado he aprendido misterios
inolvidables...
Cuando el gran Raymond llegó hasta el cadáver, fija la mirada en el
pecho ennegrecido de Monsieur Paul,
se le marcó una arruga en la frente y otra en los labios, y pronunció estas
palabras proféticas:
—Que este cadáver sirva para nuestras investigaciones...
Comprobada su muerte, Monsieur Paul pertenecía aún a la Ciencia.
El gran Raymond le hizo trasladar, ordenó que quedara tendido sobre el mármol
de la mesa de los sacrificios, y, dirigiéndose tan pronto al fallecido como a nosotros,
correcta, tranquilamente, pronunció su pequeño discurso:
—No es una autopsia, señores, lo que yo me propongo hacer ahora, sino una
resurrección. No cabe duda que estamos ante una muerte, pero no de una muerte
aparente, sino de una muerte real. La resurrección que intento, así pues, no es
ningún escamoteo: eso sería indigno de un discípulo de Charcot. Soy,
sencillamente, uno de tantos experimentadores que creen en el efecto de las
emociones sobre los cadáveres, sobre el corazón de los cadáveres…
Aquel lenguaje no era el habitual en el gran Raymond. Diagnosticaba, recetaba,
pronosticaba el proceso de una parálisis o de una demencia...; sin embargo, nunca
había intentado resucitar a alguien.
Nuestro interés era tan grande al escuchar aquellas palabras como imperturbable
era la sincera tranquilidad con las que se pronunciaron.
El gran Raymond continuó, y se dirigía tan pronto al cadáver como a nosotros:
—Yo podría hacer retroceder la Muerte en estos momentos, si tuviera un medio
lo bastante intenso para conseguir esa gran victoria... Pero todos los medios
físicos y químicos, los únicos de los que disponemos hasta ahora, son inferiores
al Enemigo. ¿Electricidad? La Muerte es más dura. ¿Ácidos y venenos? La
Muerte es más dura. ¿Cortes y fuego? La Muerte es más dura... Se trata de crear
un medio, un Instrumento, y de utilizarlo con destreza, con astucia. He pensado,
señores, que este instrumento me lo podía fabricar yo mismo a mi gusto, y he
esperado este día para hacer mis pruebas...
El silencio que en ese momento reinaba entre nosotros era impresionante.
Comprendí aquella mañana que un hombre que se llamaba Jesús se hubiera ganado
los corazones y las voluntades con esperanzas y promesas. Aquella seguridad con
que el gran Raymond proponía una resurrección, y discutía los medios,
estaba por encima de todo lo que yo había aprendido y de todo lo que me parecía
que podría aprender.
El botón rojo en la redingote, el gesto amplio, nobilísimo,
venerable, el gran Raymond concluyó así:
—Durante los dos años que este pobre ha estado en nuestra clínica, me he
preocupado de forjar continuamente, diariamente, el instrumento destinado a ser
utilizado un día. Este instrumento ha sido una «pasión». Yo he cultivado
esa pasión en el corazón que ya no late, he creído arraigarla, he querido enraizársela;
estoy seguro de haberla arraigada. Recuerden, señores, mi conducta para con
este desgraciado Monsieur Paul. Yo he advertido en él un sistema nervioso
sensibilísimo. Cuando os hablaba, a propósito de él, de desequilibrio, pensaba
en el desequilibrio superlativo... Era un perturbado por las lecturas, un
romántico, un genio de distrito, «el mejor poeta de su calle». Era un demente,
y lo que se llama «un gran corazón». Emocionable, hasta el punto que habéis
visto en nuestras sesiones de hipnotismo, que no habréis olvidado; rozando
siempre el delirio; llorando y riendo sin motivos razonables. Ninguna relación
entre sus sentidos y sus nervios; ninguna proporcionalidad entre el excitante y
la respuesta al excitante... De todas estas condiciones yo he querido, yo debía,
aprovecharme, y me he aprovechado, como verán. Recuerden mi procedimiento, se
lo ruego. ¿Qué he hecho? He sido un experimentador que, en más amplia esfera,
he reproducido un fenómeno diario: un enamoramiento. Han visto, señores, como
he provocado un amor en condiciones infalibles de castidad y de pureza. Sabía que
una de nuestras histéricas, una de nuestras enfermas, puesta en relación con
este desgraciado Monsieur Paul, provocaría una tormenta romántica en el corazón
del que hoy, para nosotros, es un
cadáver. No podía retroceder ante sentimentalismos que otro fisiólogo, más escrupuloso
si se quiere, habría respetado. Mi deber, en estas circunstancias, era
fabricarme un instrumento más duro que la Muerte para poder usarlo el
día que conviniera con más provecho que la Electricidad y que los Ácidos, que
el Escalpelo y que el Fuego. A mí me hacía falta una Pasión fuerte, profunda,
con la que pudiera, el día de mañana, provocar una Emoción sobre los nervios de
este cadáver. Han asistido, señores, al desarrollo de ese afecto purísimo, y nada
ridículo para nosotros —atentos solo a los intereses de la Verdad y de la Ciencia—,
entre Monsieur Paul y la mujer que dentro de un momento se presentará ante
ustedes y ante su amado. Los poemas y las cartas cruzadas, los detalles de este
romance científico, provocado por
nosotros, les son familiares. Solo hoy, no obstante, sabéis la razón de
aquellas cosas que quizás habéis sentido la tentación alguna vez de creer un tanto
triviales. A mí me hacía falta, finalmente, una pasión casta, pura, nutrida
continuamente por «el Ideal»; me hacía falta, en una palabra, un deseo no
satisfecho, un deseo prolongado más allá de la Muerte... Yo haré que venga la
mujer que ha cuidado continuamente a Monsieur Paul, la que cerró sus ojos y que
recogió el último aliento de sus labios. En ella reside todo el secreto de
nuestra resurrección...
Y el gran Raymond se hizo obedecer. Vimos la figura, familiar para nosotros,
de la «científica» prometida del pobre Monsieur Paul. Con un gesto categórico,
el gran Raymond detuvo la natural expansión de los sentimientos de intensa
ternura de la enamorada.
La tomó de la mano y, con la voz dura del hipnotizador, la hizo acercarse
al rígido cadáver. El gran Raymond le dijo enérgicamente:
—Míralo, aquí está tu amigo, tu tesoro. Está muerto, pero volverá a la
vida si tú lo llamas con dulzura. Aquí, en este oído, di: «Monsieur Paul, Paul,
Monsieur Paul…».
Así lo llamó; ¡pero lloraba! Nunca sentiré más ternura, más amor en una
voz de mujer. Tres veces me hicieron estremecer aquellos llantos, aquella desesperada
contención, aquel miedo que no llegaba a manifestarse, aquella castidad,
aquella pureza, aquel inmenso deseo no satisfecho…
El gran Raymond ya lo había dispuesto todo para su experiencia. Sobre el
pecho ennegrecido del fallecido, un cardiógrafo registraba, en el papel negro de
humo de un cilindro de Marey, los más pequeños movimientos. Cuando se escuchó
la última voz, en medio de los llantos de la loca —¡sí, yo lo vi! —, rígido,
blanco, integérrimo, el cardiógrafo trazó en el papel negro un signo que
ninguna mano habría podido apreciar, por habituada que estuviera a tomar el
pulso. Y, sonriente, el gran Raymond, vuelto hacia nosotros, nos mostró aquel
signo:
—El corazón ha latido un momento. Por un momento hemos operado una
resurrección...
Diego Ruiz
Contes d’un filosoph (Biblioteca «Joventut», Barcelona, 1908)
Traducción de Jorge
F. Fernández Figueras
Publicada en Ulthar. Revista de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, febrero de 2021
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