sábado, 24 de octubre de 2020

JOSÉ PEIRATS RETRATA EN SUS MEMORIAS A DIEGO RUIZ (2009)

 

La revista Ágora, sus complejos redactores y el Dr. Diego Ruiz

«Ginesillo» se enquistó en un grupo de intelectuales de vanguardia que publicaba la revista titulada Ágora. Formaban este grupo, entre otros, un pedagogo (Enriquez Calleja), un dibujante modernista (Lescarboura), un filósofo (Gallego) y un etnólogo (Campón), además de un químico (Quintana). Los de Ágora estaban en buenas relaciones con el director de Popular Film (Mateo Santos), revista de crítica cinematográfica. 109 Todos estos hombres pasaron por la tribuna del ateneo gracias el entrometido Ginés. El elemento más afín de este grupo era Adolfo Ballano Bueno, un compañero muy preparado y bohemio como todos ellos que tocaba todas las teclas además de ser el director de Ágora. Este grupo se solía reunir en un bar que hacía esquina a las Ramblas conocido por «El Barco». Nos invitaron a formar parte de la tertulia a los más avispados y allí acudimos introducidos por Ginés. En una de las reuniones de «El Barco» se acordó que cada uno de los participantes se especializase en una disciplina cultural determinada. Cada cual trabajaría en ella privadamente y de vez en cuando redactaría un trabajo que leería a los demás participantes.

 Las cosas iban, sin embargo, demasiado bien para que no se estropearan. No puedo recordar por qué motivo, la tertulia de «El Barco» fue trasladada al domicilio de Lescarboura, quien empezaba a firmar «Les» sus dibujos en la prensa anarquista. Dos o tres sesiones me bastaron para comprender que el escenario había cambiado completamente. «Les» habitaba un piso en un edifico nuevo de la calle de París. Era bastante lujoso. Parecía una casa burguesa. En realidad procedía aquel muchacho de familia acomodada. El tono de las conversaciones cambió completamente. Ya no se trataba de intercambio de conocimientos sino de temas mundanos, en su mayoría eróticos y por primera vez oí hablar de un famoso prostíbulo llamado «La Criolla». El rubor que experimentábamos los «puritanos» lo celebraban ellos con salidas de humor que no nos hacían ninguna gracia. No dejaban moral con cabeza. La ética anarquista clásica no salía mejor librada. Decían de ella que era el último refugio de la sarna cristiana. Al salir de una de estas reuniones nos consultamos Rafael, Antonio y yo. Aquel día se había hecho la apología de Stirner y Vargas Vila y hasta hubo whisky. Sacamos en limpio los «puritanos» que habíamos huido del fuego para caer en las brasas. Ni qué decir que plegamos velas.

 Como medio año después leímos en la gran prensa que había habido un atraco en el «Oro del Rhin». Era éste un restaurante de lujo situado en la Barcelona «chic», en la esquina de la Gran Vía, casi en la céntrica plaza de Catalunya. Los atracadores fueron capturados después de una carrera muy movida por las calles. Al leer los nombres quedamos de piedra. Se trataba del filósofo Gallego, del etnólogo Campón, del dibujante «Les» y de otro que no habíamos tenido el honor de tratar. Este se hacía pasar por australiano. No tardó en ser detenido Ballano, cajero del «Oro del Rhin» a quien acusaba la policía de haber preparado el atraco. Los cinco estuvieron bastante tiempo en la cárcel en espera de la vista del proceso. En sus declaraciones reconocieron los hechos y en descargo arguyeron que se proponían comprar un yate para trasladarse a Australia. En enero de 1933 o en diciembre del mismo año hubo una fuga colectiva de presos preparada por los anarquistas. Los cinco fueron incluidos en la expedición y no recuerdo cuál fue su suerte. La fuga se hizo por las alcantarillas. Muchos consiguieron su objetivo y algunos fracasaron.

 Un día tuvimos noticia de que se iba a celebrar una reunión importante para tratar de los sucesos ocurridos frente a la Jefatura de Policía en septiembre. El ateneo había sido invitado oficialmente a participar en la reunión. La policía había asaltado el Sindicato de la Construcción para realizar brutalmente un «cacheo». Los ocupantes se opusieron violentamente y hubo un prolongado tiroteo. Después de varias horas de asedio los que se defendían hicieron saber que no se rendirían a la policía. Intervino entonces el ejército con un piquete mandado por el mismo capitán Medrano. Los asediados se rindieron a estas fuerzas que los acompañaron hasta la Jefatura de Policía. Allí los guardias de asalto hicieron una descarga a bulto sobre los presos, a consecuencia de la cual hubo heridos graves y un muerto.

El lugar de la reunión era un centro catalanista cerca de la plaza del Pi. El que fungía de presidente era Leopoldo Martínez; otro que estaba a su lado, Juan Bautista Acher, y un señor que estaba en el sitio de honor supimos que era el Dr. Diego Ruiz. Leopoldo Martínez, como quien dice, acababa de salir de presidio. Había sido militante anarquista y creo que fue condenado por atraco. De apodo se le conocía por «El Aristócrata». La reciente amnistía republicana lo había puesto en la calle. Hacía poco había estrenado en el Paralelo un drama de presidio titulado El Plante. Juan Bautista Acher había hecho explotar la crónica en la época sindicalista heroica. En una buhardilla de la calle de Toledo había habido un incendio que provocaron unos compañeros que manipulaban material inflamable con destino a la construcción de artefactos explosivos. Acher se encontraba entre los manipuladores de aquella peligrosa industria y resultó con ambas manos horriblemente quemadas. En el proceso que se le siguió fue condenado a muerte. Era dibujante y sus dibujos fueron especialmente apreciados por venir del «dibujante de las manos rotas» que, además, estaba condenado a la última pena. Estos dibujos iban firmados por «Shum». También salió de presidio, donde estaba purgando cadena perpetua, a la proclamación de la amnistía general.

Cuando se produjeron los sucesos referidos más arriba frente a la Jefatura de Policía, entre los que protestaron estaba el Dr. Diego Ruiz, quien había sido testigo de aquel acto feroz. Yo había leído en la prensa su valiente requisitoria contra los verdugos. Mi simpatía se la había ganado, pues, por anticipado. Pero algo fue ocurriendo en la reunión que me producía mal agüero. Estaba anunciada oficialmente la campaña para elecciones complementaria de diputados a Cortes, y creyendo de oro la ocasión para producir gran impacto trataban de proponer al doctor como candidato. Mi pequeño discurso fue como una enorme piedra arrojada en medio de una charca. Más o menos dije:

—El Dr. Diego Ruiz tiene toda nuestra estima y no queremos desmerecerla hablando como lo hacemos. Se trata de encumbrar con la digna acción de un hombre un procedimiento vulgar. Pueden ustedes continuar con su programa pero no cuenten con nuestro apoyo.

Hicimos ademán de retirarnos dejándoles corridos cuando el doctor, saltando de su silla salió a nuestro paso. Lo primero que hizo fue abrazarme emocionado. Y seguidamente dijo en voz alta que no sería candidato. Le devolvimos el abrazo y aprovechamos la ocasión para invitarlo a ocupar el sábado siguiente nuestra tribuna.

El doctor acudió el día señalado a darnos la prometida conferencia. Como me había pedido mi dirección nos cruzamos algunas cartas. En una de las suyas me hizo llegar el programa de un cursillo de conferencias. Trataría de la historia de Catalunya en catalán, siendo él andaluz. Pero advertí que había que pagar para atender el curso.

Yo creía a aquel hombre económicamente holgado. Después supe que iba en esto a salto de mata no obstante ser un psiquiatra de mucho valer. Un poco después recibí un escrito de su puño y letra pidiéndome dinero a título de empréstito. Vi venir el «sablazo» y lo esquivé. De dinero, estaba también yo entre dos velas y no me pareció correcto pedirle aquella cantidad a mi madre. Creo que a partir de entonces se quebraron nuestras relaciones. Algo había de excéntrico o de «majareta» en aquel pozo de ciencia.

En mi tiempo de redactor de Solidaridad Obrera solía venir a la redacción a echar un párrafo con Felipe Aláiz. De pasada dejaba algún artículo que luego pasaba a cobrar. El administrador era reacio a pagar colaboraciones y le cerró la espita. Entonces recurrió al expediente de enviar sus artículos por correo firmados con pseudónimo. En cuanto le publicábamos algo ya estaba el hombre allí con su recibo.

Había unos escándalos enormes. El administrador alegaba que el artículo reclamado no había sido solicitado. El otro, apoyándose en el hecho consumado, gritaba todavía más. Quedó resuelto nombrándome a mí como censor. El administrador nos había advertido que si le publicábamos un artículo más nos deduciría el importe de nuestros propios honorarios.

Durante nuestra guerra le veía ocasionalmente en la gran Casa Confederal, siempre proponiendo conferencias y manuscritos a las Oficinas de Propaganda de CNT—FAI. Pero mi último encuentro se sitúa en los años 50 en el local de la CNT exilada, en Toulouse. La verdad es que su causa estaba entonces comprometida. Cuando la liberación de Francia se había aliado con los comunistas en una empresa criminal que ocasionó muchas víctimas entre los anarquistas exilados. Se trataba de la funesta Unión Nacional, que a fuerza de intimidación organizó batallones que llevó a la frontera so pretexto de abatir militarmente el régimen franquista. La operación se saldó con una serie de descalabros sin más resultado práctico que la propaganda. El Dr. Diego Ruiz reapareció entonces como comandante de tales mesnadas.

¿Quién era en suma aquel hombre? Tal vez un ser sin rumbo fijo, un ilustre bohemio que vivía como podía y que la mayoría de las noches, con todo su cargamento de ciencia, se acostaba sin cenar.

Josep Peirats Valls, De mi paso por la vida, Flor del Viento Ediciones, Barcelona, 2009

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